Pabellón del invierno – Por Juan Pablo Pirce

May 4, 2023 | Artículos / Reportajes / Entrevistas

El sonido que provoca la fricción de metales desengrasados indicaba que se había abierto la primera reja de entrada al pabellón construido en cuatro pisos de sólido hormigón y fierros y que guardaba una profunda humedad eterna propiciando las condiciones necesarias para que en su interior, el frío y la sombra fueran el único clima existente. No había allí estaciones, por más que el sol intentara colarse por alguna rendija, solo el invierno vivía allí; esa era su casa.
A pesar de su sordera, provocada por el rompimiento de uno de sus tímpanos hacía ya varios años, un recuerdo que guardaba en secreto, a los pocos días, su audición parcial se había adaptado a los ruidos del nuevo hábitat y podía distinguir el raspado metálico de la apertura de una reja o de otra, los pasos, la distancia a la que se encontraban y a cuántos o a quien pertenecían.
Sin estar del todo despierto, pero, sin estar del todo durmiendo, al sonido de la apertura rechinante de la reja, otros golpes metálicos secos y repetitivos, le ponían en aviso de que «en la reja», acomodaban una sobre otra «las latas», las bandejas de metal en las que se repartía la comida; una comida escasa y fría y que muchas veces no podía saberse con exactitud a qué correspondía. Al golpe intenso del primer pálpito que dió su corazón cuando detectó el ruido, le siguió otro más suave; la explosión de adrenalina se detuvo al reconocer que el conjunto de ruidos indicaban que solo venían a traerle la comida; eso también indicaba que la hora del día era entre las doce treinta y la una de la tarde, el día exactamente no lo sabía, tenía dudas.
Abrió los ojos y se quitó de encima las dos frazadas de un material ignífugo que las hacía semirrígidas y con las que se cubría sobre una colchoneta enfundada en plástico. Miró las paredes demasiado cercanas unas de las otras y que eran recorridas de arriba a abajo por las líneas que dibujaban pequeñas gotas de agua formando un diseño vertical de finas rayas brillantes y opacas en el espeso hormigón. El frío era penetrante, espeso, doloroso.
Sentose lentamente sobre el mismo catre procurando no hacer ni el más mínimo sonido y detuvo la respiración para agudizar el oído. mirando al vacío y sin respirar, chequeó los ruidos de las pisadas de las botas, los pitidos y la interferencia de las radios de comunicación portátiles, las voces y el golpeteo de «las latas». Venían subiendo las escaleras y podían ser tres o cuatro hombres; luego, el sonido de un bip electrónico que reconoció como el encendido de una cámara que alguien debía portar en el pecho. Si, se dirigían a su celda. Soltó la respiración contenida y el vaho de la exhalación le humedeció los bigotes, se pasó las manos por la cara y la barba que estaba cubierta de pequeñas gotas como de rocío un prado, y luego por el pelo para comprobar lo mismo. Se soltó el moño y volvió a amarrarlo, luego, con la esquina de una toalla fría y húmeda se limpió la cara y se puso de pie, estiró el cuerpo y enderezó la espalda, movió el cuello y los hombros en círculos y se dispuso de frente a la puerta de la celda mientras sentía como se acercaban los pasos haciendo eco por la escalera y luego por el pasillo mientras el corazón otra vez golpeaba con fuerza su pecho dándole la sensación de que podían escucharle los latidos a kilómetros de distancia. Tomó una inmensa bocanada de todo el aire que le cupiera en los pulmones y la exhaló intensa y violentamente y el vapor otra vez abandonó su boca hasta chocar con la puerta Masisa de latones y fierro que se le oponía de frente. Encendió un cigarrillo y aspiró profundamente dos veces el áspero humo que le raspó el pecho tal cual lo esperaba, el cuerpo se le tensó fibra por fibra hasta el último extremo cuando los pasos estaban a dos metros de la puerta. Luego, la llave entro en la cerradura cuando ya todos sus sentidos se concentraban en lo que encontraría una vez abierto el portal forjado de su mazmorra.

La luz del pasillo le sorprendía siempre de manera intensa y llevaba unos segundos para que las pupilas regularan la visión. Había cuatro hombres; uno, detrás de la puerta que se abrió a su derecha y que pudo ver por el espacio que dejaban las gruesas bisagras entre los marcos y el armazón que se abrió, entre el concreto y el metal. A la izquierda, otro hombre del mismo uniforme verde oscuro se sostenía las dos manos agarradas a un chaleco antibalas o anticortes y que le miraba directamente sin decir palabra alguna, y cuyo rostro Tenía la misma expresión que mostraban las paredes de cemento; al fondo, frente a él, pero detrás de un hombre que vestía un overol anaranjado que lo superaba en dos tallas, otro de los uniformados miraba hacia la camara que portaba en el pecho mientras la sostenía con ambas manos. Nadie hablaba. El hombre del centro, el del overol naranja, le extendió con las dos manos la bandeja de comida fría al mismo tiempo en que volvía a erguirse luego de tomarla desde el suelo del interior de otra bandeja plástica más grande que contenía las demás. El de overol miró directamente a los ojos al de la celda sin decir nada y discretamente, con complicidad, le indicó con los ojos su propia mano izquierda que permanecía oculta, por la puerta de la celda, de la vista del guardia. La indicación fue percibida inmediatamente y el hombre de la celda dirigió la mirada al mismo sitio; allí pudo ver cómo desde el borde de la bandeja se asomaba milimétricamente una línea de un papel blanco que quien estaba al frente sostenía con los dedos. Sin decir una palabra y sin levantar siquiera la mirada, el hombre de la celda tomó la bandeja asegurándose de sostener el papel para lo que tuvo que presionar el dedo del desconocido mensajero. Ya asegurado el intercambio, levantó de nuevo la mirada directamente a los ojos de ese personaje de overol que le había entregado «la lata», miró a los otros tres guardias seriamente y con serenidad, y giró dándoles la espalda al tiempo en que cerraban la puerta, volvían a poner la llave en la cerradura,  y luego escuchó de inmediato como se alejaban los pasos haciendo eco por el pasillo.
Cuando oyó que las botas bajaban la escalera, dejó la bandeja sobre el catre y sostuvo por unos segundos la pequeña nota en su mano. Abrió lentamente los pliegues del papel cuadriculado como si se tratase de una pieza arqueológica hasta que quedó descubierto el manuscrito en tinta azul. Era el único mensaje que había recibido desde que había sido encarcelado en ese lugar hacia días, sin saber exactamente cuántos habían pasado yá. La celda permanecía oscura la mayor parte del tiempo y la poca luz que recibía de día no permitía distinguir un amanecer de un ocaso. Por las noches los guardias lo despertaban cada una hora y era más fácil dormir de día, aunque, tenía la sensación de no haber dormido realmente desde que lo empujaron a ese lugar y en realidad, le costaba distinguir si estaba dormido o despierto. Ahora tenía en las manos el primer mensaje, la única comunicación recibida desde que le habían apresado cerca de un centenar de agentes armados hasta los dientes y que luego lo encadenaron y lo trasladaron en una comitiva de sirenas y balizas a cientos de kilómetros de su casa, sus hijos y su familia. después de abrir la nota escrita con tinta azul en un pequeño trozo de papel cuadriculado, las letras también diminutas que lo abrazaron con la calidez de un abuelo, de una madre, de un padre, de un amigo, de un compañero; decían: nuestra lucha continúa, venceremos –

Juan Pablo Pirce Valenzuela.

Preso político en cárcel de Valdivia.

04 mayo 2023.

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