Revuelta popular y plebiscito constituyente en Chile – Análisis de coyuntura de la Asamblea Anarquista del Biobío

Nov 16, 2020 | Artículos / Reportajes / Entrevistas

La Asamblea Anarquista del Biobío ha publicado un documento de análisis de coyuntura: «Revuelta popular y plebiscito constituyente en Chile, de octubre 2019 a octubre 2020».

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Revuelta popular y plebiscito constituyente en Chile:
De octubre 2019 a octubre 2020
Análisis de coyuntura de la Asamblea Anarquista del Biobío

Revuelta y crisis política

Desde la revuelta popular iniciada en octubre de 2019 y la represión que le siguió, la región chilena vive tiempos agitados. Si bien la llegada del coronavirus[1] cambió en parte la agenda, la grieta que abre la revuelta más grande desde el fin de la dictadura define la política del momento a partir del proceso de cambio de Constitución y la politización masiva que generó.

La gran variedad de demandas sociales desplegadas durante la revuelta se condensó en el cambio de la Constitución vigente debido a su naturaleza neoliberal que privatizó lo público y mercantilizó los derechos sociales. Esta Constitución impuesta en 1980 por la dictadura militar de Pinochet trasciende lo militar y responde a un proyecto histórico de los sectores neoliberales que luego de la salida del dictador defendieron la Constitución y el modelo a través de los partidos de la derecha política. Dicho sector utiliza el diseño constitucional que le permite mantener el status quo aun teniendo minoría parlamentaria. Este diseño contempla que los proyectos de ley que intenten modificar aspectos importantes de la Constitución requieran un quorum alto para su aprobación, resultando en la práctica que la derecha aunque tenga la minoría ha podido aplicar un veto a las reformas. Cabe mencionar la complicidad de los gobiernos de la centro-izquierda agrupada en la Concertación para mantener la Constitución y el modelo intacto, ya que durante sus mandatos presidenciales post-dictadura no se cambiaron los aspectos centrales del sistema y configuraron junto a la derecha un duopolio que se alternó en el poder.

En ese panorama, la revuelta obliga a que paradójicamente la Constitución de la derecha sea puesta a prueba con un plebiscito en un gobierno de derecha que, no obstante, se abre a la opción de aprobar una nueva Constitución para mantenerse a flote y también juega sus cartas para definir el proceso constituyente.

La revuelta muestra las grietas y el fracaso del neoliberalismo chileno, reviviendo heridas del pasado ya que las protestas que comenzaron reclamando derechos humanos mercantilizados terminan con violaciones a derechos humanos primarios, con decenas de muertes, miles de personas heridas y casos de tortura a manos de policías y militares. La violencia callejera extendida fue validada como pocas veces por amplias capas de la ciudadanía, sumando fuertes enfrentamientos con la policía, ataques a edificios del Estado, sedes de partidos políticos y bancos, saqueos a supermercados y multitiendas, pero también ataques a símbolos del orden como iglesias y estatuas de conquistadores españoles, lo que grafica la profundidad de la crisis social y política.

Si bien la revuelta comienza con protestas a inicios de octubre por la subida del precio del transporte en Santiago y la evasión del pago en el metro por parte de estudiantes secundari@s, prontamente se contagia el desacato y extiende la protesta en contra de la represión vivida en las estaciones del tren subterráneo. El 18 de octubre la protesta desborda las calles de la capital ya no solo por el precio del metro sino por el alto costo de la vida y se amplía a la exigencia de mejoras sociales de diverso orden, dando cuenta de la olla a presión de problemas sociales acumulados por décadas. En cuestión de días, un problema económico contingente como un alza de precios desatará la crisis política más grande desde la salida de Pinochet.

Para el 19 de octubre la revuelta se extiende en toda la región chilena y crece el descontento con el gobierno, luego de que Piñera declarara que “estamos en guerra”. En las calles, la protesta critica no solo el costo de la vida y cuestiona las desigualdades sociales, sino que exige una nueva Constitución, ya que identifica a la actual como el sustento jurídico del neoliberalismo.

La revuelta se presenta como un punto de fuga de mucha energía acumulada por décadas de sensación de injusticia estructural sumado a un profundo desprestigio de las instituciones del poder que se mostraron incapaces de contener el descontento: desde la iglesia católica por los casos de abuso sexual a menores; la clase política por haberse configurado como una casta privilegiada y sus casos de corrupción por financiamiento irregular por parte de empresas a cambio de leyes a su favor; el poder judicial por no perseguir la corrupción en la política y sancionar con “clases de ética” los delitos tributarios y la colusión de precios de grandes empresas, además de la impunidad en casos de femicidio y violencia patriarcal. Lo anterior se suma a grandes escándalos de corrupción y robo de fondos públicos durante los últimos años en Carabineros y en las Fuerzas Armadas, que acrecientan el malestar acumulado por el lucro con derechos sociales como la educación, la salud y el drama de las bajas pensiones producto del modelo privatizado de previsión impuesto por la dictadura.

A esta falta de derechos sociales se agrega el alto endeudamiento de los hogares, situaciones que lentamente fueron cuestionando el “éxito” del modelo chileno promocionado por la elite. En este panorama de reclamos por derechos sociales, la salida de Piñera y una nueva Constitución, la revuelta vivió un momento clave con el anuncio de la clase política de abrir un proceso de cambio constitucional. No obstante, la ausencia de una agenda social inmediata mantiene el descontento y se acrecienta el contraste entre un sistema burocrático y la exigencia de cambios rápidos como clama este tiempo digital y vertiginoso, donde las manifestaciones se convocan por internet y las injusticias se viralizan por las redes sociales disputando la hegemonía de la prensa oficial.

Mientras aumenta el empoderamiento de las personas, se agudiza la crisis de democracia representativa, tal como se aprecia en las manifestaciones masivas donde no se ven banderas de partidos políticos, sino banderas chilenas modificadas en negro y banderas mapuche. La revuelta se presenta sin vanguardias ni partidos que puedan canalizar la movilización callejera, que marca la agenda política y se vuelve un espacio de poder.

Nos sentimos felices del despertar de nuestros territorios y por el cuestionamiento al actual sistema patriarcal, neoliberal y extractivista. Mientras la elite se espanta porque “no vieron venir” lo que llaman “estallido social”, en las calles se teje subterráneamente desde hace años una red de luchas que viven un momento crucial. Son momentos de apertura y politización en la cuna del neoliberalismo, donde se avanza desde el cuestionamiento a la mercantilización de derechos sociales, hasta la crítica al modelo en su conjunto.

El “estallido” que no vieron venir proviene de un lento proceso de aprendizajes y luchas que comenzaron incluso antes del regreso a la democracia y el fin de la dictadura, lucha por la cual nos levantamos poblador@s, estudiantes, trabajador@s, niñ@s y jóvenes, y que si bien generó la salida de Pinochet, fue sofocada por el pacto social creado por los partidos políticos que mantuvo y perfeccionó el modelo impuesto por la dictadura. Sin embargo, en las luchas de los años 90´s comenzó a gestarse embrionariamente una nueva forma de relaciones y acción política, que de a poco cuestionaba las estructuras verticales de las organizaciones sociales tradicionales. Germinaron los colectivos y grupos antiautoritarios y anarquistas que desde diversas experiencias de lucha interactuaban con personas y grupos que desde la deriva teórica que dejó la caída de la Unión Soviética y el fin de los socialismos reales se acercaban a las ideas anarquistas.

A pesar de la dispersión y los errores del pasado reciente, como anarquistas hemos intentado ser parte de esa lenta articulación del tejido social a nivel local durante los grises años 90´s, desde las huelgas mineras del carbón del año 96, pasando por la revitalización del movimiento estudiantil y las luchas territoriales actuales. Es desde esas experiencias que vemos el cambio, no solo generacional sino de paradigmas y formas de lucha, que toma fuerza desde las luchas estudiantiles de la “revolución pingüina” del 2006 y que se masifica con las movilizaciones del 2011, donde se instala a nivel social la crítica al lucro en la educación, iniciando el cuestionamiento a las consecuencias de la mercantilización de derechos sociales.

La evolución del ciclo de protestas desde el 2006, pasando por el 2011 y que se cristaliza el 2019, muestra el tránsito desde la petición de gratuidad y el fin al lucro con derechos sociales, hasta la evasión empoderada y la destrucción de símbolos del capital, por ello se masifica la frase que “Chile despertó”, que pasa de pedir a cobrar.

En una sociedad de consumo cobra relevancia que la comunidad impugne a la deuda y la mercantilización de derechos sociales, ya que al hacerlo tensiona al mercado como eje articulador e integrador de las relaciones sociales. Pero el mercado no puede regular la sociedad restringiendo sus propios mecanismos como son la deuda o la mercantilización, por ello al cuestionarse las reglas del mercado se pone en debate el pacto social en su conjunto y se desata la revuelta disruptiva.

El neoliberalismo privatizó el poder en la economía y la política derivó en tecnocracia reducida a la administración de cargos sin poder real. Por ello el proceso constituyente puede significar la reconquista por parte de la política de ese espacio de poder secuestrado por el mercado. En este escenario de descomposición de la política tradicional el pueblo despertó, pero todavía no muestra la capacidad suficiente como para tomar el protagonismo y disputar con la clase política impugnada que se refresca con el proceso constituyente. La revuelta ha politizado la opinión pública y la calle, pero con baja participación e identificación en los partidos políticos, por eso el proceso constituyente es una jugada ante la crisis política y de legitimidad de los partidos, que aprovechan de recomponerse, defenderse corporativamente, procesar el descontento por la vía institucional y mantener la gobernabilidad puesta a prueba por la revuelta.

Revuelta cultural

La revuelta marca un punto de inflexión, un momento refundacional no solo político sino cultural, con nuevas subjetividades y formas de conciencia política que a nivel colectivo re-descubren la efectividad de la movilización callejera y sacan a la acción política de los canales tradicionales de la democracia representativa.

Son tiempos de una potente crítica antipatriarcal gracias al feminismo, un acercamiento a las dinámicas de defensa del medio ambiente y una creciente horizontalización de las organizaciones sociales. Hay un proceso abierto de empoderamiento social e individual que cuestiona los mecanismos tradicionales de representación y critica las autoridades tradicionales tanto del Estado como en las relaciones sociales. A nivel social, este proceso se manifestó en el llamado espontáneo a asambleas barriales al calor de la protesta, un fenómeno inédito en décadas marcadas por el individualismo y la competencia como efectos de la cultura neoliberal. En estas asambleas, activas incluso durante la pandemia en varias ciudades y barrios del país, la población deliberó sobre sus problemas y la realidad social, comenzando un fértil camino para la organización popular.

En la misma línea, pero a nivel estatal, a partir del cuestionamiento al presidencialismo exacerbado y a un parlamento ajeno a las realidades locales, se genera el fenómeno de la alcaldización de la política, instituciones que la población identifica como estructuras más cercanas. Por ello el alto nivel de protagonismo que han adquirido l@s alcaldes tanto de izquierda y derecha en la política actual, donde inclusive se posicionan como los candidatos presidenciales con mayor intención de voto. Tanto la proliferación de las asambleas barriales como la alcaldización de la política tradicional son muestras del espíritu de la época, que se vuelca a lo cercano, a lo local, a las bases donde se re-construye una comunidad arrasada por la mediación estatal, el centralismo y el individualismo neoliberal.

Este proceso cultural de transformación en las formas de representación política se da en una sociedad digital e inmediatista que delibera cotidianamente en las redes sociales, lo que tensiona con la vieja estructura de la democracia representativa y la burocracia estatal.

El proceso constituyente

Ante la masividad de la revuelta y los disturbios que superaban a la policía en varias ciudades, Piñera decretó Estado de Emergencia que contempló medidas que no se aplicaban desde la dictadura, como fue la salida de militares a reprimir manifestaciones y patrullar las calles, además del toque de queda. El Estado de Emergencia se extendió entre el 19 y el 28 de octubre de 2019, con un saldo de 20 personas muertas y más de 1.200 heridas.

La magnitud de la revuelta motivó respuestas políticas del aparato estatal, la primera de ellas fue el 7 de noviembre, cuando la Asociación Chilena de Municipalidades anunció su plan de realizar una consulta nacional el 7 de diciembre de 2019 sobre la necesidad o no de una nueva Constitución, además de preguntar sobre temas sociales como pensiones, salud, desigualdad, sueldos, entre otros. La respuesta del gobierno tuvo lugar el 10 de noviembre a través de una propuesta para realizar un Congreso Constituyente, que consistiría en encargar al parlamento redactar una nueva Constitución. Si bien en estas propuestas no se señalaban espacios a la participación ciudadana en la redacción constituyente, el ambiente político ya se abría a un cambio constitucional. En paralelo, las calles ardían durante la histórica huelga general del 12 de noviembre.

Con la revuelta desplegada en todo el país y el revuelo por la dura represión y las violaciones a los derechos humanos, los partidos con representación parlamentaria firman el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución tras horas de negociaciones durante el 14 de noviembre, hasta la madrugada del 15 de noviembre. Como su nombre lo indica, el acuerdo se muestra como un esfuerzo por “garantizar la paz” y el orden público a través de una apertura del sistema político a iniciar un proceso constituyente. El proceso iniciaría con un plebiscito de entrada de carácter voluntario, que consulta sobre la nueva Constitución (apruebo o rechazo) y sobre el tipo de órgano que debe redactarla, una opción es la constituyente mixta donde se elegirían 172 personas, de ellas, una mitad sería elegida por la ciudadanía y la otra mitad por el parlamento entre sus integrantes. La otra opción es la convención constituyente donde 155 personas serían electas únicamente por la ciudadanía. Este último punto fue la clave que marcó un hito en el acuerdo, ya que se promocionó como la posibilidad concreta de tener participación ciudadana en el proceso.

No obstante, surgieron inmediatos cuestionamientos a los mecanismos del proceso ya que originalmente no contempló una distribución paritaria entre hombres y mujeres para el órgano redactor, aspecto que se incluyó posteriormente luego de su aprobación como ley en el parlamento; sin embargo, se acordó que dicha distribución paritaria será únicamente para los cargos electos por votación popular, es decir, la convención constituyente será paritaria, pero si gana convención mixta no lo será, ya que solo la mitad de ella se elige por votación popular y la otra mitad la define el parlamento donde podría no existir paridad.

Además, el acuerdo no contempla escaños reservados a los pueblos originarios, a representantes del mundo social, ni posibilidad de voto a l@s estudiantes secundari@s que iniciaron la revuelta por tener menos de 18 años. Por otra parte, en el acuerdo se estipula que la nueva Constitución deberá respetar los acuerdos internacionales firmados por Chile, cuestión que significaría no solo una protección a los capitales extranjeros, sino también la existencia de temas prohibidos de tratar en una instancia teóricamente soberana y deliberativa.

Originalmente planificado para abril de 2020, la pandemia del coronavirus obligó a aplazar el plebiscito para el 25 de octubre. La militarización de las calles producto de la reacción ante la revuelta y reafirmada luego por la pandemia, será el telón de fondo para el plebiscito en un país con toque queda nocturno como pocos en el mundo.

Después de la votación, si gana la opción del “apruebo”, el grupo de constituyentes tendrá 9 meses para redactar la Constitución, plazo que puede prorrogarse por 3 meses. Los cupos de elección popular, tanto en la opción mixta como en la constituyente, serán disputados bajo el mismo sistema electoral por distritos que se utiliza para elegir al parlamento, mediante una votación programada para el 11 de abril de 2021. Una vez terminado el trabajo del grupo de constituyentes, el texto de la nueva Constitución resultante será sometido a un plebiscito ratificatorio de carácter obligatorio.

Tras el anuncio del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, se abrió un amplio debate sobre el sentido de la soberanía constituyente que reside teóricamente en el pueblo y cómo este acuerdo entre partidos mostraba la dislocación entre la clase política y la ciudadanía. El carácter de reunión privada entre líderes de partidos, tuvo una atmósfera de reality show televisado hasta las 3 am, finalizando con el despliegue escénico de sus protagonistas compartiendo una gran mesa ante la prensa. La ausencia de Piñera en dicha reunión final daba cuenta del repliegue del gobierno ante el rechazo generalizado de la población a su gestión, también mostraba cómo la clase política buscaba llenar ese vacío a través del parlamento, así como disputar con la Asociación de Municipalidades el protagonismo en la búsqueda de soluciones a la crisis. En cuanto a los partidos firmantes del acuerdo, aparte de los sectores del duopolio histórico de la transición que forman la derecha y la Concertación, la participación de la nueva izquierda del Frente Amplio dio aires de validación al acuerdo, ya que acercaba posturas de todo el arco político. No obstante, a partir de su cuestionado origen hermético, algunos partidos no firmaron el acuerdo, como el Partido Comunista y otros quebraron con su conglomerado como pasó en el Frente Amplio.

A pesar de las desconfianzas iniciales que el acuerdo generó en varias capas de la población, fue asumido por amplios sectores como un triunfo de la calle, un paso inevitable y mínimo ante la potencia de la revuelta. En paralelo, al calor de las asambleas barriales se debatía sobre las posibilidades que se abrían ante la capacidad de la población movilizada de instalar demandas y cómo el acuerdo firmado por los partidos significaba una maniobra del poder para procesar la revuelta en sus parámetros para salir a flote. El acuerdo se tomaba la agenda y a pesar de las reticencias, las asambleas territoriales y las organizaciones sociales se inclinaron rápidamente por el “apruebo”, que configura un acto simbólico que cierra el ciclo de la transición post-dictadura y marca un hito en la des-pinochetización de Chile.

Diversas encuestas vaticinan para el plebiscito del 25 de octubre una amplia victoria de cerca del 70% para la opción del “apruebo”, además de una participación masiva que se espera supere a la de votaciones regulares donde vota solo la mitad o menos del padrón electoral.

Si bien como anarquistas cuestionamos el origen del acuerdo y la posibilidad de que el proceso constituyente signifique una cooptación de la revuelta por los canales políticos tradicionales, debemos intentar explicarnos la naturaleza del entusiasmo popular ante el plebiscito, que en plano simbólico opera como un hito separado del resto del proceso constituyente. Esto debido a que además de la comentada posibilidad de desechar la herencia de la dictadura consagrada en la actual Constitución, el plebiscito de octubre posee el carácter de consulta vinculante que no es habitual en la estrechez de la democracia representativa chilena, donde la capacidad de deliberación es entregada a la clase política sin mayor retroalimentación. Además, el plebiscito tiene la particularidad de consultar al pueblo por temas constitucionales, situación inédita en Chile donde todas las constituciones han sido redactadas por la elite sin participación ciudadana ni consultas plebiscitarias ratificatorias. Por otra parte, el plebiscito carece de la participación de la impugnada clase política ya que no será una elección para elegir candidat@s a cargos políticos, cuestión que lleva a muchas personas a votar inclusive por primera vez o luego de muchos años.          

El ciclo electoral

Estas características llevan al plebiscito a un plano simbólico que opera como un hito en sí mismo y lo separa del resto del proceso constituyente, no en el plano operacional y político, pero sí en el plano de las subjetividades. El carácter binario del plebiscito y su “apruebo vs rechazo” permite la toma de bando más fácilmente que en la elección del órgano constituyente de abril de 2021, donde los partidos se aseguran la participación tanto si gana la convención mixta o la constituyente. Dicha elección será cuádruple, ya que no solo se elegirá a quienes integrarán el órgano constituyente, sino que también las alcaldías, concejalías y gobernaciones regionales, cuestión aportará confusión y complejidad a las candidaturas por listas que conformarán los partidos. Lo que sumado a la competencia electoral con sus personajes impugnados, puede hacer que bajen las expectativas de la ciudadanía, aumente la desilusión frente al proceso y disminuya la cantidad de votantes en comparación al plebiscito.

En cuanto a su forma, la elección de abril del 2021 se realizará con el mismo sistema electoral por distritos que se utiliza para elegir al parlamento, lo que supone una ventaja de las listas de candidat@s de los partidos frente a l@s candidat@s independientes sin lista. En la práctica, las listas más competitivas serán las conformadas por los partidos, en tanto que las candidaturas ciudadanas y de organizaciones sociales se verán obligadas a competir con los partidos y sus robustas estructuras internas y amplio financiamiento. Esta situación obligará a las organizaciones sociales a buscar integrar las listas de los partidos y someterse a su programa, o bien, las forzará a crear partidos políticos para intentar competir en igualdad de condiciones.   

El ciclo electoral que se abrirá luego del plebiscito de cara a las elecciones de abril copará la agenda y reafirmará las dinámicas de la democracia representativa, tensionadas por la revuelta en su conjunto más allá de tal o cual partido en particular. La clase política busca recomponer su imagen cuestionada, encausando el descontento por dentro de la institucionalidad, renovando el sistema político y disputando la alcaldización de la política al prevalecer el proceso abierto por el Acuerdo por la Paz por sobre el plebiscito realizado por la Asociación de Municipalidades.

En un marco más amplio, el Acuerdo por la Paz forma parte de una respuesta del Estado ante la revuelta. El poder ejecutivo se encargó de la represión, el poder judicial del encarcelamiento de miles de manifestantes y el poder legislativo promulgó las leyes anti-barricadas y anti-saqueos. En paralelo y de forma transversal, la clase política instala el Acuerdo por la Paz como una administración jurídica de la revuelta, ya que en sus primeros artículos se señala una especie de canje de paz social por apertura democrática. No obstante, la violencia callejera no es algo que puedan manejar ni contener los partidos firmantes del acuerdo, que se muestran obsoletos en su rol de mediadores entre la ciudadanía y el Estado, tal como lo demuestra la persistencia de manifestaciones callejeras y los enfrentamientos con la policía. En esa línea, el acuerdo intenta zanjar los límites de la protesta válida y aceptable, alineando a los partidos en la condena transversal a la violencia callejera, promoviendo la separación entre manifestantes buen@s y mal@s, violent@s y pacífic@s. Las consecuencias represivas del acuerdo ante la continuidad de la revuelta, nos hacen recordar el proceso de “pacificación” de la protesta luego del plebiscito de 1988 que marcó la salida de Pinochet, que estuvo marcada por el aislamiento, cárcel y muerte para quienes seguían en la lucha a pesar de la llegada de la democracia.

El proceso constituyente se desarrollará dentro de una sociedad cada vez más politizada, con una ola de protestas disruptivas que tensionan el sistema político desde la calle. Los escenarios posibles incluyen la elaboración de una nueva Constitución o que la vigente siga viva a raíz de la victoria del “rechazo” en el plebiscito ratificatorio o el fracaso del proceso por quiebres internos de la política tradicional. En cualquier escenario, la ausencia de una agenda social que no atienda problemas inmediatos alimentará el descontento y extenderá la crisis.

La actual coyuntura definirá la vida social y política de las próximas décadas en Chile, es por ello que debemos prestar atención a las jugadas del poder a través del proceso constituyente, que busca traducir la revuelta a su lenguaje, tal como parlamentarizó las movilizaciones del 2011. El objetivo del proceso constituyente no es solo elaborar una nueva Carta Magna, sino restaurar la relación de la clase política con la ciudadanía, por ello su meta a corto plazo es validar el proceso mismo mediante el cual esta nueva Constitución se redacta, adquiere legitimidad y se dota de sentido y pertenencia para la ciudadanía.

El proceso de redacción de la nueva Constitución se tomará la agenda y pondrá a prueba la capacidad de la movilización social para definir su contenido y validación. Si bien es cierto que la revuelta ha activado políticamente a muchas personas, el tejido social está recién comenzando a articularse, por ello, la baja de intensidad en las movilizaciones producto de la pandemia, sumado a la propaganda divisionista de la clase política que condena las manifestaciones que “ensucian” el proceso constituyente, serán un desafío para mantener la masividad en las calles y que la movilización logre obtener soluciones concretas a las demandas sociales.

Proyecciones de la crisis

Históricamente las crisis políticas en Chile terminan con el fin anticipado del gobierno, la salida del presidente o una intervención militar. Por ello, la continuidad de Piñera hasta el final de su período presidencial es un indicador del éxito de la contención del poder ante el desborde de la revuelta. Más allá de Piñera, el sistema político chileno es profundamente presidencialista, por ello la clase política blinda al presidente con la imposición del proceso constituyente no para salvar a Piñera como persona o político en sí mismo, sino para salvar la institucionalidad que encarna la presidencia como jefatura del Estado. La salida anticipada de Piñera significaría un quiebre institucional que arrastraría a toda la clase política, por ello se unen desde izquierda a derecha para contener la revuelta y canalizar la energía liberada dentro del sistema sin sacar a Piñera.

El escenario no es fácil para Piñera, ya que arrastra denuncias por las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la revuelta, es cuestionado por su mal manejo de la pandemia y enfrenta un futuro económico complejo. A esto se suma la gran inestabilidad de su administración, tal como lo demuestra la gran cantidad de cambios ministeriales que ha realizado y el alto nivel de desaprobación que marca en las encuestas. La utilidad de Piñera para la derecha comienza a ser cuestionada, ya que no muestra capacidad de articulación en su sector, cambia su agenda en comparación con su programa original y los principios políticos de la derecha que lo llevaron a la presidencia, además de llevarse una gran derrota en el retiro del 10% de los fondos de pensiones[2] de l@s trabajador@s para aliviar las dificultades económicas producto de la insuficientes y tardías ayudas del Estado.

Si en el 2019 la revuelta criticó las bases políticas del modelo encarnadas en la Constitución neoliberal y en el 2020 criticó las bases económicas del modelo encarnadas en las AFP, en ambos casos los sectores más duros de la derecha ven en Piñera signos de crisis e inestabilidad. 

Otros sectores de la derecha ven cómo se agudizan las contradicciones sociales y se generan fisuras en el modelo, por ello se abren a ceder a reformas y apuestan por el cambio de Constitución. En esa derecha “social” se encuentra el alcalde Joaquín Lavín, que además de estar por el “apruebo”, se mostró favorable al retiro del 10% de las AFP y se declara socialdemócrata. Gracias a ello y a su vitrina mediática como alcalde, se posiciona en los primeros lugares como candidato en la carrera presidencial, dando paso a la aparente paradoja de que hoy, un gobierno de derecha es presionado a abrir un proceso que podría cambiar la Constitución de la propia derecha, mientras que el siguiente presidente podría ser el candidato de la derecha.

Lavín juega a desprenderse de su pasado como Chicago Boy mientras el gobierno titubea entre el “apruebo” y el “rechazo”. No obstante, la derecha comprende que para seguir gobernando tiene que cambiar la Constitución y modificar en parte el modelo neoliberal. Con todo, el espacio político sufre grandes cambios y presiones, que incluyen las crecientes tensiones entre los poderes de Estado como demuestran las constantes acusaciones constitucionales del parlamento a ministros del gobierno y los cuestionamientos del gobierno a resoluciones del Poder Judicial. Sin embargo, el modelo económico sigue intacto y ahí puede radicar una agudización del conflicto y la posibilidad de una segunda revuelta post-pandemia.

Proyecciones de la revuelta

Si bien acompañamos la alegría del pueblo por el proceso que se abre con el plebiscito, no compartimos el entusiasmo. Desde el anarquismo no participamos en la campaña del “apruebo” ni de las campañas del ciclo electoral del órgano constituyente ya que consideramos que el proceso en su conjunto posee una naturaleza restauradora de la clase política impugnada por la revuelta y que reafirma el despojo de la soberanía popular en manos de la política tradicional.

Nuestra apuesta es a profundizar y robustecer la capacidad de movilización, por la amplitud de la revuelta en el camino de obtener mejoras concretas para la población. Las tareas de la movilización social son bastantes si consideramos que la coyuntura hasta el momento avanza sin poder lograr avances en la desmercantilización de derechos sociales o la liberación de l@s pres@s de la revuelta.

Nuestra apuesta es por el fortalecimiento de las asambleas barriales y la construcción de fuerzas sociales que por fuera del aparato estatal logren tener capacidad autónoma de luchar por los cambios. Consideramos que lo central del proceso para los movimientos sociales son las fuerzas que permiten ocupar las calles y cambiar la agenda, como ocurrió con la revuelta desatada en octubre, la huelga general del 12 de noviembre, la conmemoración del 14 de noviembre por el aniversario de la muerte del comunero mapuche Camilo Catrillanca a manos de la policía y en solidaridad con la lucha del pueblo mapuche, las masividad de la ola feminista y las protestas para presionar por la aprobación del retiro del 10% de las AFP.

El futuro de la movilización se enfrenta a momentos claves luego del plebiscito y la posible cooptación del proceso por parte de la clase política ante la inestabilidad del escenario. Que la clase política tuviera la capacidad de atribuirse la soberanía popular y decretar unilateralmente los términos del Acuerdo por la Paz, muestra las propias limitaciones de la movilización.

Al calor de la revuelta lo viejo y lo nuevo conviven, por eso la salida a la revuelta es institucional mediante el proceso constitucional, lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Así, ante el desprestigio del gobierno y del parlamento, sumado a la impugnación a la clase política, el poder llena ese vacío con l@s alcaldes, quienes se roban la película hoy por hoy. Esa vía es la que hace reflotar al sistema político, desde una mirada comunal y barrial, pero cooptada por el mismo sistema de partidos y la vieja política.

Por contraparte, las asambleas barriales se muestran como la novedad organizativa en esta revuelta porque responden al mismo sentido comunal y barrial que el poder procesa con la municipalización, pero desde la autonomía. Desde el poder se municipaliza la política formal y desde la ciudadanía se articulan asambleas barriales y organizaciones sociales. Son ambos fenómenos de un mismo momento. El peligro es que la autonomía de las asambleas y organizaciones sea objeto de cooptación por los partidos para neutralizarlas como alternativa o utilizarlas para su beneficio.

Las apuestas por la capacidad política de la movilización por fuera del sistema político convencional son muy relevantes en estos tiempos en que se cuestiona a la clase política, al presidencialismo y al parlamento, erosionando la legitimidad de la democracia representativa. Si la población no votaba, era por el desencanto ante una clase política inerte entregada al mercado, que administraba el sistema a través de partidos convertidos en agencias de empleo en el Estado. Pero ello no significaba que a la ciudadanía no le interesara la política, tal como lo demostró la revuelta y el desborde de la acción política de su marco tradicional.

En esta coyuntura, los partidos se muestran desprestigiados y no despiertan interés de la gente a participar en ellos, pero sí aumenta la participación en movimientos sociales y asambleas barriales. En ese sentido, el peligro de que los movimientos sociales se transformen en partidos es enorme, no solo por la cooptación natural que realizan los partidos en los movimientos sociales para controlarlos, sino por la naturaleza parcelada que tienen los movimientos sociales (ecologismo, estudiantes, etc.) que dificulta su capacidad de generar una interpretación de la realidad que tenga sentido para el resto de la ciudadanía que no participa en ellos. Por contraparte, los partidos sí generan dicha interpretación y perspectiva de articulación social, por lo que los movimientos sociales peligran constantemente con necesitar interactuar con los partidos para articularse con el resto de la ciudadanía, cayendo en la cooptación o conducción por agentes externos. Así también, los movimientos arriesgan en convertirse en partidos políticos ellos mismos, bajo la presión de ingresar a debates que implican temas que van más allá de sus luchas parceladas. El desafío es que los movimientos sociales logren articularse entre ellos no solo en términos operacionales sino en lógicas de interpretación de la realidad y acción política horizontal y federada que prevengan su cooptación o su conversión en partidos.

Apostamos por potenciar los mecanismos de democracia directa, fortaleciendo las formas organizativas autónomas a nivel comunal y barrial, entendiendo el contexto de municipalización del sistema político y el fenómeno de las asambleas barriales como signos de una época y tomando posición tanto en estas últimas como en otras formas de lucha. Nuestros esfuerzos buscan que la crítica a la democracia representativa avance a formas de auto-representación popular de carácter federativo y horizontal que encaren el escenario abierto por la revuelta.  

Asamblea Anarquista del Biobío

octubre de 2020.


[1] Sobre la pandemia en la región chilena elaboramos el documento: “El coronavirus en la cuna del neoliberalismo. Análisis de coyuntura de la Asamblea Anarquista del Bío-Bío”. Abril de 2020.

[2] En dicho episodio el gobierno quedó aislado en su postura de rechazar el retiro de los fondos personales de l@s afiliad@s a las AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones), ya que en la votación parlamentaria de julio pasado el proyecto de retiro de los fondos fue aprobado incluso con votos de la derecha. La votación fue presionada fuertemente por protestas que exigían la aprobación del retiro. La importancia de dicha votación radicaba en que no se trataba de que el gobierno se preocupara por las futuras pensiones que se verían disminuidas por el retiro, sino porque Piñera intentaba defender uno de los pilares del modelo neoliberal chileno como son las AFP, las que privatizaron el sistema de pensiones y son una pieza fundamental de la economía ya que desde los fondos individuales se invierte en empresas, el mercado bursátil y en la banca.

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